miércoles, 12 de septiembre de 2012

"MOSES UND ARON", DE SCHÖNBERG, POR FIN EN MADRID



Moses und Aron, ópera en tres actos, con libreto y música de Arnold Schönberg, basado en el libro del Éxodo de la Biblia.— Dirección musical: Sylvain Cambreling.— Intérpretes: Franz Grundheber (Moses), Andreas Conrad (Aron), Johanna Winkel (Una joven), Elvira Bill (Una inválida), Jean-Noël Briend (un joven), Jason Bridges (Un joven desnudo), Andreas Wolf (Otro hombre / Un efraimita), Friedemann Röhlig (Un sacerdote), Johanna Winkel, Katharina Persicke, Elvira Bill y Nora Petrocenko (Cuatro vírgenes desnudas), Johanna Winkel, Katharina Persicke, Elvira Bill, Jason Bridges, Andreas Wolf y Friedemann Röhlig (Seis voces solistas).— EuropaChorAkademie. SWR Sinfonieorchester Baden-Baden - Freiburg.— Teatro Real de Madrid.— Viernes, 7 de septiembre de 2012.— En versión de concierto.


EL pasado viernes se abrió en Madrid la nueva temporada 2012/2013 del Teatro Real, con una función de considerable importancia histórica, pues se ofrecía en la Villa y Corte, por vez primera, una obra nunca vista por estos lares: Moses und Aron, del compositor austríaco Arnold Schönberg (1874-1951). Es curioso, aunque tampoco debería sorprendernos, pero la única vez que se ha representado en nuestro país esta fundamental pieza del repertorio operístico del siglo XX fue en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, el 29 de noviembre de 1985. Así pues, un importante acontecimiento musical —resaltado, además, por la circunstancia de que se celebra ahora el 15º Aniversario de la reapertura del teatro madrileño— y que un servidor, como buen aficionado a la lírica, no estaba dispuesto a perderse bajo ningún concepto. Y lo cierto es que la cosa tenía su complicación, porque el Real sólo ha programado dos funciones (en versión de concierto, además), con lo cual se hizo verdaderamente difícil conseguir la entrada en su momento (1). Pero todo terminó saliendo bien, de lo cual me alegro. Con este inicio de temporada, el director artístico del coliseo lírico madrileño —el inefable y polémico Mortier— vuelve a apostar por alejarse (y alejarnos a los aficionados) de los cartelloni más tradicionales. Pero no nos quejaremos demasiado en esta ocasión, pues su propuesta de temporada ha sido mucho más equilibrada que la precedente. Y eso es de agradecer. Ahora vayamos ya a lo que, de verdad, importa.

Schönberg en 1948
Moses und Aron es una obra de fuerte compromiso en doble dirección: compromiso estético, desde luego —pues supone una reafirmación de la teoría compositiva dodecafónica elaborada por Schönberg—, pero sobre todo político, ya que su composición responde a una obsesión personal del músico, derivada de su identidad judía y del complejo proceso de conversión religiosa personal que experimentó a lo largo de su vida. Nacido en el seno de una familia judía librepensadora, Schönberg vivió en el agnosticismo durante sus primeros años, hasta el momento en que se convirtió al protestantismo (1898), antes de contraer matrimonio en 1901 con Mathilde, hermana del también músico Alexander von Zemlinsky. Posteriormente, a medida que el antisemitismo latente en las sociedades germánica y austríaca empezó a manifestarse de manera más abierta y agresiva, Schönberg inició un proceso de retorno a sus raíces religiosas familiares como gesto de rebeldía y solidaridad con los judíos, hasta el extremo de terminar derivando en una nueva conversión —esta vez al judaísmo— que se materializó en el verano de 1933, durante una ceremonia celebrada en una sinagoga de París, cuando ya estaba exiliado, y en la que Marc Chagall actuó como testigo. Es indudable que la llegada de los nazis al poder aceleró ese camino de vuelta a la fe de sus antepasados, pero en realidad todo se había iniciado mucho antes de 1933, y respondía a un lento proceso de reflexión personal y de profundización en un problema —el religioso— que preocupó especialmente al compositor a lo largo de su vida.

 Schönberg, que también nos dejó obra pictórica, aparece aquí
retratado por el magnífico pintor Egon Schiele (1917)


Todo esto queda perfectamente ejemplificado en la obra Der Biblische Weg (El camino bíblico), que Schönberg escribió en 1926-1927 para dar una contundente respuesta al incremento de unos sentimientos antisemitas que él mismo había experimentado en primera persona, durante un incidente ocurrido en la localidad austríaca de Mattsee, cuando fue expulsado de un hotel por el simple hecho de ser judío. En dicha obra, que sólo conocemos por referencias, el personaje principal —Max Aruns (nombre propio creado a partir de la alteración fonética de los miticos nombres de Moses y Aaron)— viene a ser una sublimación de esas dos grandes figuras de la epopeya hebrea, y estaba parcialmente inspirado en la figura de Theodor Herzl, fundador del moderno Sionismo político. Así pues, una obra de claro contenido político, en la que Schönberg ya hacía público su compromiso con el judaísmo y que iba a tener un reflejo inmediato en su gran composición dramática —el Moses und Aron que estamos comentando—, al servir como fuente principal para el libreto de esta última ópera.

Moisés y Aarón, según la versión fílmica de la ópera, realizada por Jean-Marie Straub y Danièle Huillet en 1973


Schönberg toma como base de su texto el libro del Éxodo, aunque utilizando sólo algunos pasajes del mismo (básicamente los relativos a la zarza ardiente, los prodigios realizados por Aarón, la salida de Egipto, la entrega de las Tablas de la Ley y el becerro de oro). La acción narra la huida del pueblo hebreo de Egipto y la proclamación de los Diez Mandamientos como su ley suprema, ahondando en la cuestión de la esencia y expresión de la fe, a través de los dos personajes contrapuestos de Moisés (símbolo de la religiosidad estricta, profética, carismática, pura, espontánea, contemplativa e intransigente) y Aarón (que personifica la religiosidad pragmática, posibilista y sacerdotal, siempre dispuesto a renunciar a ciertos principios para ganar adeptos). Es decir, que nos hallamos ante una profunda reflexión sobre cierto tema que ha preocupado durante siglos a los espíritus religiosos: la dialéctica implícita en el conflicto entre palabra y acción, o entre espiritualidad contemplativa y activa (o, hablando en términos más prosaicos, entre el intelectual y el hombre de acción). En resumen: lo que en las tres religiones monoteístas se ha denominado siempre la dialéctica entre uita actiua y uita contemplatiua. Partiendo de este problema fundamental, el compositor también reflexiona sobre la esencia del monoteísmo puro y el problema de la creencia en un Dios absoluto, abstracto y no sensorial, cuya existencia sólo puede aceptarse a través de la pura fe. Desde este punto de vista, y tal como concluye la ópera (que está inacabada, por cierto), no puede afirmarse que el mensaje de Schönberg fuera demasiado optimista al respecto, pues el telón cae ante un Moisés que confiesa abiertamente su derrota, recitando ante el auditorio un lapidario monólogo que resulta estremecedor:
«¡Dios irrepresentable! / ¡Idea ambigua e inexpresable! / ¿Consientes esta interpretación? / ¿Puede Aarón, mi boca, crear esta imagen? / ¡Entonces me he formado una falsa imagen / como solo [sic] puede serlo una imagen! / ¡He sido, pues, derrotado! / ¡Todo lo que he pensado / no era entonces más que demencia / y no puede ni debe ser dicho! / ¡Oh, palabra, palabra que me abandona!».

Pero también cabría hacer una interpretación diversa y algo más optimista (es lo que tienen las obras que, por diversas circunstancias, han quedado abiertas): y es que si tomamos en cuenta el texto del acto III —que fue el que no llegó a musicar Schönberg— llegaríamos a un final mucho más esperanzado. En él se desarrolla una breve escena de tenso diálogo entre Aarón (que aparece encadenado y custodiado por dos guardias) y Moisés, cerrándose con la muerte repentina del primero (sin que se aclare cuál es el motivo) y una admonición final del segundo al pueblo judío, advirtiendo a sus integrantes de la necesidad de permanecer solos, unidos y alejados de otros pueblos:
«Siempre que os mezcláis con otros pueblos / y utilizáis vuestros dones, / que fuisteis elegidos para poseer / a fin de luchar por la idea de Dios, / y utilizáis vuestros dones con fines / falsos y fútiles, para participar / en contiendas con pueblos extranjeros / en sus viles placeres, siempre que abandonáis / la ausencia de deseo del desierto / y vuestros dones os han conducido / a la [sic] más altas cimas, siempre volveréis / a caer derribados como consecuencia de / ese uso erróneo, de vuelta al desierto [...]. Pero en el desierto sois invencibles / y alcanzaréis la meta: / en unión con Dios».

Theodor Herzl (1860-1904)
De estas palabras bien podríamos deducir que el mensaje final de Schönberg quería ser una llamada al judaísmo para advertirle que no debía (ni podía) pensar ya en la "asimilación" como medida de convivencia con los gentiles (conclusión a la que había llegado Schönberg después de sus traumáticas experiencias vitales con el antisemitismo y antes, incluso, del acceso de los nazis al poder). Es decir, que el músico austríaco se nos aparecería así claramente identificado con los postulados del Sionismo político moderno elaborados por el ya referido Theodor Herzl —según los cuales era necesario el establecimiento de una nueva patria para el pueblo judío en la Tierra de Israel (Eretz Israel)—, y su obra sería una apología del judaísmo sionista. Desde esta última perspectiva, también cabría considerar que el posibilismo de Aarón en la ópera —ese pragmatismo que le lleva, por ejemplo, a consentir la fabricación del becerro de oro— sea una metáfora del posibilismo practicado por aquella parte del judaísmo que venía defendiendo la idea de que, a través de la "asimilación", los judíos podrían llegar a convivir en paz con los gentiles. Una alternativa que, en todo caso, quedó completamente aniquilada tras el Holocausto llevado a cabo por los nazis durante la II Guerra Mundial.

Sea de una u otra forma, quizá tampoco deberíamos elucubrar demasiado al respecto en torno al texto del último acto del libreto, pues sabemos que para Schönberg lo más importante fue la música durante el proceso de composición de la ópera. Tal como ha señalado Santiago Martín Bermúdez en un magnífico artículo dedicado a la obra:
«Schoenberg escribía su libreto, pero lo modificaba según componía, y la música era el drama; no es el libreto el drama, sino las líneas vocales, tramas contrapuntísticas, tejidos orquestales y vocales que salen a partir de su composición. Es más: ni siquiera podemos estudiar Moisés y Aarón con la lectura del libreto; esto es, si quisiéramos prescindir de lo musical y atenernos a lo dramático, no comprenderíamos el fondo (no digamos ya la forma) de esta obra, porque lo dramático se da a través de lo musical, de lo lírico, empezando por la incomprensión que induciría la lectura al no tener en cuenta cómo canta Aarón y cómo "recita" Moisés. En consecuencia, ese tercer acto puede muy bien ser sacrificado en una escenificación, y así se ha hecho a menudo» (2).

Todos estos sentimientos tan intensos y contradictorios los expresa Schönberg a través de dos líneas vocales bien distintas para cada uno de los dos personajes protagonistas: la de Moisés —voz de bajo o barítono con buenos graves, aunque en la partitura no especifica sino que debe ser un intérprete que utilice el "canto hablado"— utiliza, a lo largo de toda su particella, un canto parlato o recitado rítmico (Sprechgesang) que refleja a la perfección su personalidad reflexiva, autoritaria, mesiánica, rígida, perentoria e inflexible. El rol de Aarón, por el contrario, está encomendado a la voz de un tenor con reciedumbre (no necesariamente heroico), capaz de hacer frente a un canto muy exigente, con elevada tesitura y lleno de saltos interválicos y expresiones melismáticas. Así pues, desde un punto de vista puramente operístico (o belcantista) bien podríamos decir que el verdadero protagonista de la obra es Aarón, pues no sólo interviene durante más minutos que Moisés, sino que también conduce la acción desde el punto de vista musical y dramático. El resto de caracteres tiene una importancia menor —llegando a ser algunos de ellos simplemente anecdóticos—, si exceptuamos al coro, que actúa como un personaje más y cuyas numerosas intervenciones no carecen de interés musical y de trascendencia dramática. A él le están encomendadas las partes en que habla Jehová a través de la zarza ardiente, el pueblo hebreo —responsable fundamental de las reprobables acciones que dan al traste con la misión de Moisés— y los Setenta Ancianos de la Revelación. Y para ello la masa coral es organizada por Schönberg de manera muy variada y completa (antes por grupos que por tesituras), con el fin de otorgar la expresividad necesaria en cada caso. Así tenemos un pequeño conjunto de seis cantantes solistas que actúan como narrador; un coro de cuatro voces (entre las que se incluyen niños) que recrean la voz de la zarza ardiente utilizando el Sprechgesang; un gran coro mixto para representar al pueblo hebreo; otro de bajos para cantar las partes de los Setenta Ancianos; un coro de mendigos (contraltos y bajos), otro de viejos (tenores), el coro de los príncipes (hombres a cuatro voces) y el de los hombres desnudos que bailan para celebrar la fabricación del becerro de oro. Es decir, una variedad coral de enorme prestancia que actúa como vehículo transmisor de la colectividad y de la grandeza omnipresente de Dios (posibilidad esta última sobre la que se puede elucubrar, al ver que Schönberg decidió emplear para ello un coro de voces heterogéneas y muy contrastadas que representan la voz de la divinidad).

Schönberg haciendo correcciones

Desde el punto de vista instrumental, la obra presenta una exuberancia, ampulosidad y riqueza de elementos musicales realmente apabullante. Y no sólo por el enorme número de intérpretes que se requiere para su correcta interpretación —al escenario del Real subieron 230 músicos (entre orquesta y coro), a los que hay que añadir los 10 cantantes solistas, así como bailarines y figurantes para representar las diferentes escenas que recorren el libreto—, sino por la variedad de formas y recursos musicales de los que hace gala Schönberg. Partiendo de una base dodecafónica previa y meticulosamente elaborada, el compositor austríaco levanta un edificio de escrupulosa precisión y considerable opulencia orquestal, que abre el camino para la renovación total de la ópera como género. No podemos detenernos aquí a enumerar la enorme cantidad de elementos expresivos que Schönberg introduce en su partitura —por lo que remitimos al erudito estudio que Rainer Peters firma en el programa de mano que ha publicado el Teatro Real coincidiendo con estas dos representaciones (3) y a un artículo no menos docto de Manuela Mesa (4)—, pero sí nos gustaría señalar que, pese a la dificultad intrínseca en una música que se apoya en el sistema dodecafónico y en la estructura serial, la obra resulta bastante accesible y cómoda para el oyente, posiblemente porque posee una potencia dramática de primer orden que enseguida consigue captar toda su atención. Además hay varios momentos quasi sinfónicos en los que Schönberg se nos muestra especialmente inspirado y descriptivo (por ejemplo en el gran ballet del segundo acto, con la frenética danza en torno al becerro de oro).

El escenario del Real lleno a rebosar con todos los intérpretes que exige la partitura


El hecho de que Moses und Aron quedara incompleta ha sido un factor decisivo a la hora de explicar la tardía difusión de la obra. De hecho, no llegó a representarse nunca en vida de su autor, pues éste siempre manifestó su deseo de concluirla. La primera vez que se interpretó en público uno de sus pasajes fue en la ciudad alemana de Darmstadt, el 2 de julio de 1951, eligiendo para ello la "Danza en torno al becerro de oro". El estreno íntegro tuvo lugar en versión de concierto en Hamburgo, el 12 de marzo de 1954, con Hans Herbert Fiedler en el papel de Moisés y Helmut Krebs en el de Aarón, bajo la dirección de Hans Rosbaud. Hubo que esperar tres años más, al 6 de junio de 1957, para que se realizara la primera representación escenificada, que tuvo lugar en la ciudad de Zurich, de nuevo con Fiedler y Rosbaud, a los que se sumó Helmut Melchert como Aarón. Fuera de los países de habla germana, el primer teatro que la incluyó en cartel fue el Covent Garden de Londres, donde la dirigió Georg Solti el 28 de junio de 1965. El salto a Estados Unidos se produjo a través de Boston, donde fue representada el 30 de noviembre de 1966, aunque no sería hasta 1999 cuando la obra subió al escenario de la MET de Nueva York.

Moses und Aron en una reciente representación de la Bayerische Staatsoper 
(junio de 2006), con John Tomlinson como Moisés y John Daszak como Aarón


A nivel orquestal, la versión que tuvimos la fortuna de ver el pasado viernes fue más que correcta. Hay que tener en cuenta que la Orquesta de Baden-Baden/Friburgo —a cuyos integrantes ya pudimos escuchar en el Saint-François de Asisse del pasado verano de 2011— y el EuropaChorAkademie son auténticos especialistas en este tipo de repertorio contemporáneo y lo tienen bien preparado. Ese ha sido, al menos, el argumento esgrimido por Gérard Mortier para explicar la ausencia de los cuerpos estables del Teatro Real (la Orquesta Sinfónica de Madrid y el Coro Intermezzo) en estas dos funciones: que aún no tienen la experiencia necesaria para afrontar la partitura de Schönberg con el nivel de calidad que requiere. De ahí la necesidad de la sustitución, según el gestor belga. Pero, a decir verdad, y hablando del coro traído especialmente para la ocasión, puede afirmarse que no hicieron mucho más de lo que podría haber hecho nuestro coro titular del Teatro que, desde hace un tiempo, se mueve a un nivel altísimo de calidad. ¿Nueva desconfianza prejuiciosa de Mortier hacia los medios y músicos españoles? En fin, Serafín. De todas formas, el resultado final fue especialmente brillante a nivel musical, y eso que los profesores tuvieron que bregar con una partitura complicada y exigente de verdad. Cumplieron un gran papel las cuerdas —a destacar, por ejemplo, esa sección en un variado e imaginativo staccato que deben interpretar los contrabajos en el primer acto— y, sobre todo, la sección de percusión, que tiene encomendados numerosos pasajes.

 Otra imagen del escenario del Real de Madrid durante estas funciones


Igualmente bregado en este tipo de repertorio está Sylvain Cambreling, al que también pudimos ver dirigiendo esta misma orquesta en el citado Saint-François. Aunque el francés se mostró mucho más inspirado en aquella ocasión, no puede negarse que conoce a la perfección la partitura schoenbergiana. Bastó con verle saltar y moverse sobre el podio directorial al unísono con las escurridizas notas del xilófono (que tiene su parte importante en esta obra) para darse cuenta de ello. En resumen: demostró gran afinidad con la obra y un desarrollado sentido de la concertación dada la complejidad de la partitura. Y, por todo ello, fue el más aplaudido.

Cambreling "dando caña" a la orquesta

El Moses del veterano barítono alemán Franz Grundheber resultó impecable, por expresividad y medios vocales. Como ya he señalado arriba, su particella no es especialmente dificultosa a nivel lírico —pues todo el texto está recitado, según dijimos antes—, pero requiere de un intérprete dúctil, comunicativo, con sentido dramático (pero sin exceso de melos) y que sepa transmitir la trascendente gravedad del personaje. En este sentido Grundheber resultó ser ideal para un rol que ya tiene muy trabajado y cuyo texto supo cincelar de manera extraordinaria, reflejando en cada momento todos los matices anímicos del personaje. Ello explica que nos condujera, conmovidos, hasta el final de la obra y que el lamento con el que se cierra ésta mientras cae el telón —acompañado por una nota sostenida de los violines en piano— resultara sobrecogedor. Muy bien

El Aron del tenor Andreas Conrad —a cuyo nombre le suprimió Schönberg una "a" por pura supersticion, para evitar que el título de su obra tuviera trece letras— fue también muy interesante. En realidad puede afirmarse que se trata del verdadero protagonista de la ópera —como ya hemos insinuado antes— y que ha de lidiar con una partitura muy exigente y llena de dificultades. Su voz corrió sin problemas por toda la sala, dando cuerpo a ese canto perentorio y agitado, lleno de saltos interválicos y melismas, que Schönberg propuso para él. Personalmente me gusto menos que Grundheber, pero he de reconocer que estuvo estupendo en sus dúos con él.

Grundheber y Conrad, los grandes protagonistas de la velada
(junto con Cambreling) en un momento de la representación


El resto de intérpretes estuvo bien, contribuyendo al éxito final de unas funciones que podrían haber adquirido la condición de auténticamente históricas si se hubieran ofrecido en mayor número y con un montaje escénico, pues hay suficientes elementos dramáticos en el libreto y situaciones potentes de sobra para darse cuenta de que, en versión escenificada, la ópera gana considerables enteros. El propio Schönberg era consciente de la importancia que tenía este factor para la presentación correcta de su obra, de modo que cuidó dicho aspecto con gran detalle, incluso mientras componía la partitura. En este sentido, refiriéndose a las partes bailadas para la gran escena del becerro de oro y a la tiranía de los regisseurs (¿no les suena a ustedes esto de algo?), el 8 de agosto de 1931 escribía en los siguientes términos a su discípulo y amigo Anton Webern:
«he tenido mucho trabajo con la cabal puesta a punto de la escena de la "Danza del becerro de oro". Querría dejarles lo menos posible a los nuevos soberanos del arte teatral, a los directores de escena, y así también he pensado en la coreografía en la medida de lo que me es posible. Pues todo está muy descuidado, y el autoritarismo de estos "ayudantes" y su falta de conciencia llegan a ser superados sólo por su falta de cultura y su impotencia» (5).

Para cerrar esta crónica me gustaría dedicar unas líneas al personal del Teatro Real, deseando que no sigan produciéndose más regulaciones de empleo y que, por tanto, resulte innecesario manifestarse en contra de ellas, como hicieron algunos de los empleados (¿ya despedidos?) fuera del coliseo antes de iniciarse la función. Ya en el interior de la sala una joven habló en nombre de los trabajadores, recordando, de manera muy educada, que gracias a su esfuerzo y buena voluntad habían podido seguir adelante las dos funciones (que peligraron por amenaza de huelga, como ya ocurrió con las de Cyrano de Bergerac). Al parecer —yo no lo oí— otra persona quiso tomar también la palabra, pero no tuvo ocasión de hacerlo. Como siempre, hubo entre el público quien —falto de la más mínima sensibilidad hacia la desgracia ajena (a la postre la interrupción sólo duro unos minutos)— gritó diciendo que no estaba allí para oír declaraciones panfletarias. Pero, afortunadamente, fue silenciado por otros espectadores y, sobre todo, por un aplauso unánime que siguió a la intervención de la mujer ya mencionada. Claro, que siempre hay quien puede superar a estos disconformes de primera línea, llegándose a sentir molestos, incluso, por el simple hecho de que los trabajadores se manifestaran en los exteriores del Teatro. Es el caso de José Catalán Deus, que en su crónica de las funciones y mostrando la delicadeza de una alpargata, ha escrito algo tan sorprendente y falto de empatía con la desgracia ajena como esto: «protesta laboral intolerable e injustificable, que como otras de parecido tenor de gremios que se resisten a arrimar el hombro en la superación de esta merecida crisis, causa vergüenza ajena». Ahí queda eso. Debemos deducir que, según Catalán, los trabajadores del Real no sólo no tendrían que defender sus puestos de trabajo, sino que deberían entregarlos gustosamente como ofrenda a su parte alícuota de sacrificio por causa de una crisis que, a juzgar por el tono del párrafo, nos merecemos más que el Egipto faraónico las plagas bíblicas. En fin, Serafín, esto es lo que hay. Imagino que, en el fondo, lo que debió molestarle al columnista es que le estropearan el glamour de una tarde de ópera en el Real, porque de otro modo no se entienden sus palabras. "¡Puaj, cómo afean la Plaza de Oriente esos manifestantes!", debió de pensar. "¡Y con tantos alemanes viéndolo! ¡Van a pensar que los españoles siempre andamos de jarana! ¡Vaya ejemplo para convencerles de que estamos haciendo los deberes!". Pero es que la situación no es para menos, sinceramente. ¡Y pocas cosas ocurren, si nos paramos a reflexionar en todo lo que nos están haciendo a los de siempre...! ¡En realidad, lo que me sorprende es que las calles no estén ardiendo ya (como la zarza)! (6).

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(1) La segunda representación fue el domingo, y se retransmitió por Radio Clásica de RNE.

(2) MARTÍN BERMÚDEZ, Santiago, «Dios: el canto y la palabra», en Intermezzo, revista de la Asociación de Amigos de la Ópera de Madrid, Madrid, 2012, p. 187.

(3) PETERS, Rainer, «Moisés: creador de un pueblo», en Moses und Aron, Madrid, 2012, pp. 28-31.

(4) MESA, Manuela, «Las obras dramáticas de Schönberg (y 5). Las obras dramáticas de Arnold Schönberg o la presciencia de la ópera futura: Moses und Aron», en la revista on-line OpusMusica, nº 7, julio-agosto, 2006 (pinchando en el siguiente enlace).

(5) Citado en «Arnold Schönberg. Cartas en torno a Moses und Aron», artículo incluido en el programa de mano del Teatro Real, Madrid, 2012, p. 49.

(6) Muy aconsejable (como casi siempre) la crítica firmada por Luis Gago. Pueden leerla pinchando aquí. 

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