domingo, 23 de enero de 2011

"DOVE SONO I BEI MOMENTI?"




¿POR qué será que en las actuales funciones de ópera —hablo de aquellas a las que uno asiste habitualmente— casi todo suele estar en su sitio, pero en ellas acostumbran a brillar por su ausencia el nervio, la pasión, la espontaneidad o la emotividad a flor de piel? ¡Qué envidia de aquellas gloriosas veladas en las que, al decir de las críticas, levantaban auténticas pasiones cantantes míticos como Malibrán, Duprez, Nourrit, Patti, Penco, Tamberlik, Battistini, Valero, Constantino, Betz, Maurel, Tamagno, Lilli Lehmann, Stolz, etc.! O, para no irnos tan lejos, aquellas otras en las que arrollaban intérpretes como Caruso, Gigli, Schipa, Caniglia, Galli-Curci, Anderson, Ponselle, Melchior, Ruffo, Chaliapin, Flagstad y tantos y tantos otros. Uno lee las antiguas crónicas —las de Carmena y Millán, por ejemplo, o las recogidas por José Subirá a propósito del viejo Teatro Real de Madrid—, y aquellas otras que no lo son tanto —dedicadas a cantantes mucho más recientes pero igualmente míticos, como Callas, Nilsson, Corelli, Hotter, del Monaco, Tebaldi, Windgassen, Vinay y otros— y se pregunta, con envidia, incredulidad y un poquito de desdén, por qué esas veladas mágicas, esas voces maravillosas y esas interpretaciones que hicieron época en el pasado no se repiten en nuestros días. ¿Exageraban sus autores al ensalzarlas hasta las nubes o, por el contrario, eran simples y fieles transmisores de verdaderas tardes de éxtasis musical y de gloria artística? Porque hoy día, repito, todo es demasiado aséptico: es cierto que los cantantes se ajustan siempre (o casi siempre) a lo escrito en el pentagrama y rara vez fallan. Pero tampoco transmiten demasiado, y se hace difícil asistir a una representación en la que uno vibre de emoción en su butaca. Los minimalistas montajes —verdadero cáncer de la escena lírica de nuestro tiempo— funcionan como un perfecto engranaje, todo está listo a tiempo, nada se cae, nadie se tropieza, a nadie se le escapa un gallo... En definitiva: las funciones suelen ser precisas en su conjunto como un reloj suizo, pero generalmente resultan demasiado frías y distantes. Todo está en su sitio, pero muy pocas veces hay "ángel".

Estoy de acuerdo con el principio de que en la mesura y en el buen gusto, además de en el dominio de la técnica y en la variedad de los recursos expresivos, se encuentra el camino acertado para el éxito de toda interpretación operística. Pero aun reconociendo el valor de todo ello, creo también que la ópera ha de implicar una buena dosis de sacudida emocional, de ejercicio circense, de malabarismo canoro, de pirotecnia vocal, de exhibición de facultades para mantener ese grado de suspense que caracteriza a una actividad tan compleja y dificultosa como el bel canto. Particularmente busco en la ópera emoción y belleza, antes que pura perfección técnica canora o exquisitez interpretativa: es decir, lo que más me interesa cuando asisto a una función operística es que los cantantes me transmitan algo, más que el modo en que lo hagan. Aunque, lógicamente, prefiero una perfecta fusión de ambos elementos. Y si a lo emotivo se añade la perfección técnica, pues mejor que mejor.

Por desgracia he podido comprobar que el "ángel" de un momento especialmente mágico no siempre se consigue acudiendo sólo a la mesura, al buen gusto y a la contención. De hecho, todo aficionado sabe de representaciones donde han primado estos últimos valores, por encima de cualesquiera otros, y el resultado ha sido bastante aburrido y monótono. Ello me lleva a pensar, a menudo, si el exceso de pathos en una interpretación, por muy fuera de lugar que pueda parecernos a primera vista como recurso expresivo, no será la vía más adecuada y directa —¿quizá también la más facilona?— para activar ese mecanismo generador de emociones que todos llevamos dentro, más o menos adormecido, y que suele activarse ante estímulos artísticos de honda y marcada intensidad. Pero será mejor que les ponga un ejemplo para que vean lo que quiero decir.

En el año 1972 una pléyade de celebérrimos cantantes líricos se reunió sobre el escenario de la MET para rendir homenaje, con una gala de lujo, a su todopoderoso intendente (General Manager) Rudolph Bing (9 enero 1902 - 2 septiembre 1997), que iba a jubilarse después de un largo período de veintidós años al frente del mítico coliseo neoyorquino. Por fortuna, el evento quedó registrado en disco para la posteridad, y podemos seguir disfrutando de él actualmente y con facilidad. Además es accesible también a través del canal Youtube.

Los espectadores allí congregados pudieron oír a unos jovencísimos Montserrat Caballé, Plácido Domingo o Luciano Pavarotti, y a otros no tan retoños como Franco Corelli, Leontyne Price, Martina Arroyo, Birgit Nilsson, Regina Resnik, o Joan Sutherland.

De todas las actuaciones que se vieron sobre el escenario de la MET aquella velada les traigo al Nibelheim la correspondiente a la de dos colosos norteamericanos del canto lírico: Robert Merrill (4 de junio de 1917 – 23 de octubre de 2004) y Richard Tucker (28 de agosto de 1913 – 8 de enero de 1975), que por entonces ya eran bastante talluditos (como puede verse en la foto de la izquierda, correspondiente a esta gala). Sin embargo, al oír ahora su versión del célebre dúo "Invanno Alvaro... Le minaccie, i fieri accenti", de La forza del destino, de Verdi, a uno se le sigue erizando el vello ante la grandeza dramática, lo sincero del canto y lo electrizante de la interpretación. Es cierto que los cantantes lo confían todo al torrente vocal y que la versión —sobre todo por parte del temperamental Tucker, que abusa de los sollozos, de los golpes de glotis y de un canto declamato extremo— peca de un tono excesivamente verista y melodramático, que cuadra mal con el estilo verdiano e incluso se aleja un tanto del mismo. ¡Pero, madre mía, qué pedazo de voces! ¡Y qué temperamentos! Vean ustedes, por ejemplo, cómo, pese a la enorme experiencia teatral que Merrill atesoraba por entonces, no puede disimular su emoción y vibra con Tucker cuando éste declama, casi gritando, la frase "Un brando, uscite!". Y fíjense también en el posterior "finalmente" que proyecta sobre el anonadado público ese prodigioso torrente vocal que fue Merrill: sencillamente impresionante. Pleno, rotundo, ancho, viril, autoritario, vengativo... Puro exceso melodramático, ya digo. ¡Pero qué maravilla!

Añado el texto original del libreto y su correspondiente traducción española, por si quieren apreciar, aún mejor, la interpretación de ambos cantantes (si pinchan encima de cada imagen y la abren en una pestaña aparte podrán ver más grande la imagen). ¡Que lo disfruten!




(Pubicado originalmente el 21 de junio de 2010 en Desde el Nibelheim)

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